El país que eligió la vida: una bitácora desde el corazón verde de América
Viajar a Costa Rica con mis hijos fue mucho más que unas vacaciones; fue una lección viviente sobre lo que significa convivir en armonía con la naturaleza, sobre cómo un país entero puede construir su identidad a partir del respeto profundo por la vida. Desde que aterrizamos, sentí que estábamos entrando en otro ritmo, uno más pausado, más atento. La primera vez que escuchamos un “pura vida” en la calle sonreímos, sin saber que esa expresión se volvería el hilo conductor de toda nuestra experiencia. Lo decía el chofer del bus, lo decía la señora del puesto de frutas, lo decía el guía en medio del bosque, y lo decíamos nosotros, cada vez con más intención. “Pura vida” no era un cliché. Era una forma de mirar el mundo.
Costa Rica se siente como un país que decidió hace tiempo tomarse en serio el futuro. Más de veinte años atrás, mientras otros seguían apostando por la explotación de sus recursos sin medida, aquí se gestaba un movimiento social silencioso pero decidido: proteger los bosques, invertir en energías limpias, cuidar el agua, restaurar suelos, valorar a las comunidades rurales. Desde entonces, su gente, del campo y la ciudad, camina con un propósito común: conservar su entorno como fuente de vida, desarrollo y orgullo nacional. Uno lo siente en cada conversación, en cada sendero bien cuidado, en cada cartel de madera que te recuerda que estás caminando sobre algo sagrado.
Un día conocimos a nuestro guía, un hombre de mirada intensa, piel curtida por el sol y una sonrisa tranquila. Nos contó que comenzó a recolectar café cuando tenía solo cinco años, y trabajó en eso hasta los diecinueve. Nunca imaginó que, años después, el ecoturismo lo llevaría a conocer más de cincuenta países. Su historia me tocó profundamente. En su voz había gratitud, pero también una pasión feroz por su tierra. Conocía el bosque como quien conoce los pasillos de su casa: cada planta, cada canto de ave, cada corriente de aire tenía un nombre y un significado. Nos hablaba con la certeza de alguien que ha aprendido no solo observando, sino también sintiendo. Me impresionó cómo la conservación no solo salvó los árboles, sino que transformó la vida de muchas personas como él, dándoles una oportunidad de crecer sin tener que abandonar su raíz.
Una de las experiencias más hermosas del viaje fue cuando estábamos a punto de entrar a una zona de bosque primario. Nuestro guía se detuvo, nos pidió que cerráramos los ojos y que, en silencio, le pidiéramos permiso al bosque para entrar. Fue un momento breve, pero absolutamente poderoso. Mis hijos, que usualmente se impacientan con rituales, se quedaron quietos, como si algo muy antiguo se hubiese despertado en ellos. Yo también sentí esa conexión: una mezcla de respeto, humildad y asombro. Como si la naturaleza nos recordara que no somos sus dueños, sino apenas sus invitados.
Costa Rica nos enseñó que la conservación no es solo una política pública, sino una cultura profundamente arraigada en su gente. Sí, el gobierno ha hecho cosas admirables: declarar más del 25% del territorio como área protegida, impulsar energías renovables, apoyar a pequeños productores. Pero lo que realmente hace la diferencia es su gente. Desde agricultores hasta artistas, desde educadores hasta cocineros: todos parecen tener claro que la naturaleza es su activo más valioso. Hay un orgullo colectivo por haber elegido otro camino.
El café, por ejemplo, es mucho más que un producto de exportación. Visitamos una finca que parecía sacada de un cuento: cafetales en terrazas verdes, colibríes zumbando entre las flores, y campesinos explicándonos cómo pasaron del monocultivo intensivo a métodos más sostenibles. Probamos el café recién tostado, con notas de cacao y miel, mientras nos contaban cómo esa transformación les permitió acceder a mercados de comercio justo y al mismo tiempo regenerar el suelo. Algo similar escuchamos sobre la caña de azúcar: más allá de su importancia económica, la caña tiene una historia profunda, ligada a la identidad del país, y aparece también en dulces, bebidas tradicionales y hasta expresiones artísticas.
Y hablando de arte, cada pueblo que visitamos tenía su propia paleta de colores. Murales que cuentan historias de jaguares, ranas y guardianes del bosque; talleres de artesanía donde la madera reciclada se convierte en colibríes tallados con precisión milimétrica; máscaras, tejidos, cerámica… todo vibrando con la vida que los rodea. Es como si el arte fuera otra forma de rendir tributo a la biodiversidad. En cada creación, sentí que los costarricenses nos decían: “esto también es parte del bosque”.
Volvimos a casa con el corazón lleno y los pies un poco embarrados y adoloridos, pero sobre todo con una certeza: hay países que hablan de sostenibilidad, y hay países que la practican. Costa Rica nos enseñó que proteger la naturaleza no es un lujo, es una decisión estratégica, una apuesta ética, un camino posible. Mis hijos volvieron haciendo preguntas, queriendo plantar cosas, recordando los nombres de las aves, preguntando si en nuestro país podríamos hacer algo parecido. Y yo, mientras los escuchaba, pensaba que ese era quizás el mejor legado del viaje: sembrar una semilla de esperanza y responsabilidad que, ojalá, algún día también florezca en nosotros.
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